EL AÑO LITÚRGICO – Dom Prospero Gueranger, Abad de Solesmes
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PROPIO DE LOS SANTOS
TIEMPO DE ADVIENTO
TIEMPO DE NAVIDAD
TIEMPO DE SEPTUAGÉSIMA
TIEMPO DE CUARESMA
TIEMPO DE PASIÓN
TIEMPO PASCUAL
TIEMPO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
PROLOGO DE LA EDICION ESPAÑOLA
“Al pueblo español, está visto, le cuesta entrar por la Liturgia,” Asi se nos lamentaban no ha mucho, con cierto desengaño pesimista, algunas personas que habían visto lo poco concurrida, que, no obstante el pregón que se había hecho la víspera, había estado una de las fiestas más piadosas y características del año cristiano, y señalada con una de las más emocionantes y significativas ceremonias litúrgicas.
Reflexionando sobre este dicho, tal ves conviniera distinguir entre pueblo y pueblo. La masa de las ciudades, compuesta en su mayoría por empleados de oficina, dependientes de comercio y obreros, obligados a acudir a horas fijas al lugar donde han de ganarse el sustento, y aumentada por muchos que, siendo cristianos en el fondo, pero que, Ubres por entero en sus ocupaciones, viven dados a trabajos profanos de su gusto o enfrascados en sus negocios y como divorciados de todo culto público solemne, contentándose con el mínimo de una asistencia a la misa rezada los días de precepto…, claro que este pueblo no entra, en general, por la Liturgia. Pero el pueblo verdaderamente cristiano e instruido, y aun el pueblo menos culto de las poblaciones campesinas, donde todavía perdura la tradición de las fiestas antiguas, incluso de las suprimidas como de precepto hace casi medio siglo, no cabe duda que ya está dentro de la Liturgia, si bien hayamos de lamentar que no siempre la entienda y la sepa practicar con la dignidad debida y sin mezcla de manifestaciones no del todo puras y legitimas.
Causa de la indiferencia de los unos y de la que podríamos llamar rutina y especie de superstición y vulgarismo de los otros, no es, a nuestro entender, sino la ignorancia y la falta de cultura religiosa y la consiguiente decadencia del culto.
Es cierlo que también en España se ha hecho mucho en materia de Liturgia, y que los libros puestos al alcance de los fieles, se han multiplicado y no hay apenas persona que sepa leer, que no acude con su manual a la iglesia. Pero aun falta mucho por hacer, ya que no es suficiente, para una verdadera y fructífera renovación litúrgica, contentarse sólo con seguir, con un libro en la mano, la santa Misa y las demás ceremonias del culto sagrado. Para penetrar en toda la sustancia y para poder alcanzar todo el significado que encierran tanto los textos como los ritos litúrgicos, es menester prepararse antes estudiándolos más a fondo con la asidua lectura de un libro adecuado.
Ahora bien: el libro clásico en esta materia es, sin género de duda, El Año Litúrgico que hace años compuso el Abad benedictino de Solesmes Dom Próspero Guéranger, y que hoy ofrecemos a los católicos de lengua española.
No vamos a entretenernos aquí en trazar la historia del sabio y santo restaurador de los estudios litúrgicos, pues su figura es harto conocida, y sobre él pueden consultarse otras publicaciones; y en cuanto a su semblanza como liturgista verdadero y completo, el lector mismo se la formará cabal cuando haya saboreado las páginas de este libro insuperable, sobre el que sólo añadiremos algunas apreciaciones.
La aparición de El Año Litúrgico de Dom Guéranger hizo realmente época, y a esta obra se debe el resurgir posterior de los estudios litúrgicos y de la práctica consciente y estética de la Liturgia. En este sentido, esta obra ha causado una verdadera revolución religiosa y espiritual enteramente sana y bienhechora. Al emprender su trabajo, el Abad de Solesmes se proponía poner a los fieles en disposición de aprovecharse de los inmensos recursos que a la piedad cristiana ofrece la comprensión de los Misterios de la Liturgia. Y lo consiguió maravillosamente. En efecto, El Año Litúrgico, a diferencia de otros trabajos simplemente eruditos y de mera cultura, es una exposición doctrinal y piadosa del culto católico y de sus ritos sagrados, escrita con sumo entusiasmo y con entrañable amor a Dios, a Jesucristo, a su Iglesia y a sus Santos. El Año Litúrgico es el mejor comentario de la Misa y del Oficio divino por su solidez y piedad, por la abundancia de ideas, por la claridad de la exposición, por el fervor y la unción de sus páginas. Por eso tuvo tanta aceptación y logró hacer tanto bien a las almas, hasta el punto de que un enemigo de la Iglesia llegó a escribir esta frase: “He aqui una obra que hará tanto mal (a la impiedad, se entiende ) como bien han hecho los cuentos de Voltaire.” El valor doctrinal de sus páginas es inmenso. Todos los misterios y Fiestas litúrgicas se exponen conforme a las enseñanzas de los Santos Padres y de la Teología, y con frecuencia los textos litúrgicos vienen a ser la ilustración de la exposición dogmática del Misterio. Pero además, cada día, cada tiempo litúrgico, esta obra ofrece al cristiano los elementos de su oración de la mañana y de la noche, para prepararse a la Comunión, para la acción de gracias y para la meditación. De esta manera este libro encierra una suma de enseñanzas que poco a poco van penetrando en el alma 4el lector en los diversos tiempos y festividades litúrgicas y la van despegando y libertando de todo naturalismo y laicismo individual e independiente, hasta dejarla empapada de una doctrina y piedad netamente católicas que operan en ella el saludable sentire cum Ecclesia.
El Año Litúrgico de Dom Guéranger es y será por excelencia el manual imprescindible y como la Biblia y Suma de la piedad litúrgica, y nunca será excesivamente recomendado. Muchas son las almas a quienes su lectura ya ha santificado, y entre otras plácenos recordar a Santa Teresita del Niño Jesús.
Obra verdaderamente universal, católica, como ésta, ya desde su primera aparición fué traducida a buen número de lenguas europeas, y no acertamos a explicarnos cómo hasta el presente no se ha vertido al español. Cuando de jóvenes soñábamos en esto, se nos solía decir que tal traducción no tendría éxito en nuestra Patria por lo extenso de la obra original, y porque, se añadía, las personas, que pudieran entonces adquirirla, la obtendrían más fácilmente en su lengua original. Pero hoy han cambiado las circunstancias: la obra ha podido concretarse, y para asuntos culturales España ha extendido de nuevo sus fronteras hasta abarcar la América Española. Es, pues, hora de ofrecerla a todos los que hablan nuestra lengua, pues ellos merecen también que les proporcionemos la beneficiosa influencia de este libro inmortal.
Hay además otra consideración que siempre nos conmovía al leer El Año Litúrgico y nos animaba a trabajar en la empresa de traducirlo: el afecto singular y sumo respeto con que su venerable autor habla de nuestra Patria siempre que se le ofrece ocasión al tratar de nuestros Santos, de nuestras tradiciones litúrgicas o de nuestra veneranda liturgia mozárabe, a cuyos tesoros recurre con frecuencia para ilustrar y amenizar las páginas de su obra. Es que Dom Guéranger era hijo total de la Iglesia, y sabia muy bien que la católica España era y es una de sm hijas más fieles y uno de sus florones más bellos: la perla del Catolicismo, como suele llamarla. Este mismo justo y elevado sentir de nuestra catolicidad, lo heredaron de Dom Guéranger todos sus hijos, y en particular los que le sucedieron en la silla abacial de Solesmes, a quienes, mediante la Abadía de San Martín de Ligugé, debe la de Santo Domingo de Silos el haber surgido de sus ruinas, haber salvado gran parte de sus tesoros artísticos, y haber llegado a ser un foco de cultura litúrgica en España. Así, pues, la publicación de El Año Litúrgico en español, preparada precisamente por monjes que fueron formados en la vida monástica y en la vida litúrgica por discípulos del mismo autor, como Dom Guépin, será un homenaje de gratitud a su memoria y ala vez un enaltecimiento de nuestra propia Patria.
La edición presente, dispuesta del todo conforme a la edición novísima de los monjes de Solesmes, la hemos completado para HispanoAmérica con la adición de las fiestas de los Santos españoles y americanos más notables, habiendo tenido la precaución de servirnos siempre que ha sido posible, de las mismas páginas que sobre ellos dejó escritas el primer Abad de Solesmes.
Quiera Dios Que también en España y en los demás países de habla española la publicación de esta preciosa obra, tesoro de piedad maciza e ilustrada, produzca mediante la cultura y conocimiento sólido y la práctica sabia de la Liturgia de nuestra santa Madre la Iglesia Católica, la saludable renovación, no sólo religiosa, sino también artística, que ha producido en otros países, y sirva para mayor gloria de Dios y dignidad y gusto de su culto, triunfo de su Iglesia y bien de las almas.
En nuestra Abadía de Santo Domingo de Silos, a 21 de abril, de 1953, en la Fiesta de San Anselmo, benedictino, Arzobispo y Doctor de la Iglesia.
FR. ISAAC M. TORIBIOS RAMOS Abad de Silos
INTRODUCCION GENERAL
EL MAYOR BIEN. — La oración es para el hombre el mayor de sus bienes. Es su luz, su alimento, su misma vida, ya que ella le pone en comunicación con Dios, que es luz alimento2 y vida 3. Ahora bien nosotros, por nuestra parte, somos incapaces de orar como conviene l\ es necesario que nos dirijamos a Jesucristo para decirle como los Apóstoles: Señor, enséñanos a orars. Sólo El es capaz de desatar la lengua de los mudos, y de hacer elocuentes los labios de los niños, obrando este prodigio por medio de su Espíritu de gracia y de oración, que tiene sus delicias en ayudar nuestra flaqueza, suplicando dentro de nosotros con gemidos inenarrables.
EL ESPÍRITU SANTO, ESPÍRITU DE DIOS. — La Santa Iglesia es en la tierra la morada del Espíritu Santo. Como un soplo impetuoso descendió sobre ella, apareciendo bajo el expresivo símbolo de flameantes lenguas. Desde entonces convive con esta feliz Esposa; es el principio de todos sus movimientos; le impone sus plegarias, sus deseos, sus cánticos de alabanza, su entusiasmo y sus anhelos. De ahí que no se haya callado ni de día ni de noche, desde hace dieciocho siglos; su voz es siempre melodiosa, su palabra se dirige siempre al corazón del Esposo.
A veces, bajo la moción de este Espíritu, que animó al Salmista y a los Profetas, toma el tema de sus cantos de los Libros del antiguo pueblo escogido; a veces, como hija y hermana de los santos Apóstoles, entona cánticos inspirados en los Libros de la Nueva Alianza; otras, Analmente, acordándose de que también Ella posee la trompeta y el arpa, deja la voz al Espíritu que la anima y canta a su vez un cántico nuevo. De esta triple fuente nace ese sagrado órgano que se llama Liturgia.
LA ORACIÓN DE LA IGLESIA. — La oración de la Iglesia es, por tanto, la más agradable al oído y al corazón de Dios y, por lo mismo, la más eficaz. Feliz, pues, quien ora con la Iglesia, quien asocia sus deseos particulares a los de esta Esposa, tan querida por el Esposo y siempre atendida. Por eso Nuestro Señor Jesucristo nos enseñó a decir Padre nuestro y no Padre mió; danos, perdónanos, líbranos, y no dame, perdóname, líbrame. Vemos también que la Iglesia no ha orado sola al orar en sus templos durante más de mil años, siete veces al día y otras tantas durante la noche. Los pueblos la acompañaban y se alimentaban con las delicias del maná oculto en las palabras y en los misteriosi de la sagrada Liturgia. Así iniciados en el ciclo santo de los misterios del Año cristiano, los fieles, atentos al Espíritu, conocían los secretos de la vida eterna y de este modo acontecía que, sin más preparación, cualquier creyente era con frecuencia escogido por los Pontífices para ser Sacerdote u Obispo y derramar sobre el pueblo cristiano los tesoros de doctrina y de amor que había adquirido en aquella fuente de la Liturgia.
Por tanto, si la oración hecha en unión con la Iglesia es luz para la inteligencia, para el corazón es así mismo una hoguera de amor divino. El alma cristiana no se retira a la soledad para conversar con Dios y ensalzar sus grandezas y misericordias, pues sabe muy bien que la unión con la Esposa de Cristo no la disipa. Porque ¿no es también Ella parte de la Iglesia que es la Esposa, y no ha dicho Jesucristo: Padre mío, que sean una sola cosa como nosotros somos uno? Y ¿no nos asegura el mismo Salvador que cuando varios se hallan reunidos en su nombre, está El en medio de ellos’/1 El alma podrá, pues, conversar fácilmente con su Dios que dice estar tan próximo; podrá salmodiar como David, en presencia de los Angeles, pues la oración eterna de éstos se une en el tiempo a la oración de la Iglesia.
HISTORIA. — Han pasado ya muchos siglos desde que los pueblos, absorbidos por los intereses terrenos, dejaron de celebrar las santas Vigilias del Señor y las místicas Horas del día. Cuando el racionalismo del siglo xvi las diezmó en beneficio del error, hacía ya mucho tiempo que los fieles sólo se unían exteriormente a la oración de la Iglesia los Domingos y días festivos. El resto del año, las pompas litúrgicas se venían realizando sin la participación del pueblo, que de generación en generación iba lamentablemente olvidando lo que había sido el sustento nutritivo de sus padres. La oración privada sustituía a la oración social: el canto, que es la expresión natural de los anhelos y aun de las quejas de la Esposa, se reservaba para los días más solemnes. He ahí la primera y fatal revolución de las costumbres cristianas.
Pero, al menos, el suelo de la Cristiandad estaba todavía cubierto de iglesias y monasterios, en los que de día y de noche resonaban como en los tiempos antiguos los acentos de la oración. Tantas manos elevadas al eielo hacían descender el rocío celestial, alejaban las tempestades, aseguraban la victoria. Los siervos y siervas del Señor que alternaban en la alabanza eterna eran solemnemente delegados por las sociedades de entonces todavía católicas, para presentar de una manera integra a Dios, a la gloriosa Virgen María y a los Santos, el tributo de su homenaje y agradecimiento. Estos votos y oraciones constituían el bien de todos; los fieles se unían con gusto a ellas; y cuando algún dolor o esperanza los llevaba al templo, se complacían oyendo, á cualquier hora, aquella voz incansable, que sin cesar subía hacia el cielo en favor de la cristiandad. Más aún, el cristiano fervoroso se unía a aquella voz, dejando a un lado sus quehaceres y negocios, es que poseían todos el sentido de los misterios litúrgicos.
CONSECUENCIAS DE LA REFORMA.— Llegó la Reforma, y lo primero que hizo fué herir el órgano vital de las sociedades cristianas: hizo cesar el sacrificio de la alabanza. Cubrió la cristiandad con la ruina de nuestras iglesias; los clérigos, vírgenes y monjes fueron expulsados o martirizados y los templos que lograron salvarse, fueron condenados al mutismo en gran parte de Europa. En el resto, y sobre todo en Francia, la voz de la oración se hizo más débil, porque muchos de los santuarios devastados no se levantaron ya de sus ruinas. De esta suerte la fe disminuyó, el racionalismo tomó proporciones alarmantes, de forma que, en nuestros días, la sociedad humana parece bambolearse sobre sus bases.
No fueron los últimos, los violentos destrozos que llevaron a cabo los Calvinistas. Francia y otros países católicos se vieron invadidos por el espíritu del orgullo que es enemigo de la oración porque, según él, la oración no es acción; como si toda obra buena del hombre no fuese un don de Dios, un don que supone una petición previa y una acción de gracias consiguiente. Hubo, pues, hombres que dijeron: Hagamos cesar las fiestas de Dios sobre la tierra; y entonces cayó sobre nosotros aquella desgracia universal que el piadoso Mardoqueo suplicaba al Señor apartase de su pueblo, cuando decía: Señor, no cierres las bocas de los que te alaban.
RESTAURACIÓN. — Pero, gracias a Dios, no hemos sido completamente consumidos; los restos de Israel se han salvado; y he aquí que el número de los creyentes ha aumentado en el Señor. Y ¿qué es lo que ha ocurrido en el corazón del Señor Dios nuestro para que se obre este retorno misericordioso? Sencillamente que se ha reanudado la oración. Numerosos coros de vírgenes sagradas, a los que se unen, aunque en número inferior todavía, el canto más varonil de los hijos del claustro, se deja oír en nuestra tierra, como la voz de la tórtola. Esta voz se hace más potente cada día: quiera el Señor aceptarla y que el arco iris aparezca por fin sobre las nubes. ¡Ojalá los acentos de esta oración solemne hallen su eco en nuestras catedrales, que tantas veces los repitieron a través de los siglos! ¡Ojalá la fe y esplendidez de los fieles hagan revivir los prodigios de aquellos siglos pasados, que fueron tan gloriosos porque sus instituciones públicas rendían pleito homenaje a la omnipotencia de la oración!
EN LA ESCUELA DE LA IGLESIA. — Pero esta oración litúrgica llegaría a ser bien pronto infructuosa, si los fieles no se uniesen a ella al menos de corazón, cuando no pueden participar externamente. Ciertamente no puede contribuir a la salvación de los pueblos sino en la medida que es comprendida. Abrid, pues, vuestros corazones, hijos de la Iglesia católica y venid a orar con la oración de vuestra madre. Venid a completar con vuestro asentimiento esa armonía que encanta al oído divino. Vuelva el espíritu de oración a revivir en su fuente primitiva. Os recordaremos la exhortación del Apóstol a los primeros ñeles; La paz de Cristo salte de gozo en vuestros corazones: El Verbo de Cristo habite en vosotros en plena sabiduría; y vosotros mismos• instruios y exhortaos mutuamente con salmos, himnos, y cánticos espirituales, cantando a Dios en vuestros corazones con su gracia.
Durante mucho tiempo, y para remediar una inquietud lacerante se buscó el espíritu de oración y aun la misma oración en métodos y libros que, ciertamente, encierran pensamientos buenos, hasta piadosos, pero al fin pensamientos humanos. Es un alimento desnutrido porque no inicia en la oración de la Iglesia: más bien que unir distancia. A este tipo pertenecen tantas colecciones de fórmulas y consideraciones, publicadas desde hace dos siglos bajo distintos títulos, en las cuales se trata de edificar a los fieles y de sugerirles algunos afectos más o menos triviales, sacados siempre del campo de ideas y sentimientos que eran más familiares al autor del libro, ya se trate de la asistencia a la santa Misa, ya de la recepción de los Sacramentos o de la celebración de las fiestas de la Iglesia. De ahí también el matiz tan diverso de todos esos escritos, que, sin duda y a falta de otra cosa, ayudan a las personas ya piadosas, pero que son plenamente insuficientes cuando se trata de infundir el gusto y el espíritu de oración a los que aún no lo poseen.
UN PELIGRO. — Tal vez se diga que, al reducir todos los libros prácticos de la piedad cristiana a un simple comentario de la Liturgia, nos exponemos a debilitar y quizás a destruir con formas demasiado positivas, el espíritu de Oración y Contemplación, que es un don tan precioso del Espíritu Santo en la Iglesia de Dios. En primer lugar, a esto respondemos que, al proclamar la superioridad incontestable de la oración litúrgica sobre la oración individual, no pretendemos decir que haya que suprimir todos los métodos privados: sólo tratamos de colocarlos en su lugar. Afirmamos también que, si se dan varios grados en la divina salmodia, de manera que los más ínfimos apoyándose en la tierra, son accesibles a las almas que están todavía en los trabajos de la Vía purgativa, a medida que el alma se eleva por esta mística escala, se siente iluminada por un rayo celestial y una vez llegada a la cumbre encuentra la unión y el reposo en el soberano bien. Porque efectivamente, ¿de dónde sacaban la luz y el ardor que poseían y que tan vivamente han dejado impresos en sus obras, aquellos santos doctores de los primeros siglos, aquellos divinos Patriarcas de la soledad, sino de las largas horas de salmodia, durante las cuales la verdad sencilla y multiforme pasaba continuamente por delante de los ojos de su alma transfigurándola con inmensas oleadas de luz y de amor? ¿Quién dió al seráfico Bernardo aquella maravillosa unción que como un río de miel corre por todos sus escritos; quién comunicó al autor de la Imitación, aquella suavidad, aquel oculto maná que, después de tanto tiempo, no se torna insípido; a Ludovico Blosio aquella dulzura y delicadeza inenarrables que conmueve a todo el que quiera poner en él su corazón; quién si no el regusto habitual de la Liturgia en cuyo ambiente se deslizaba su vida, en una feliz combinación de cantos y suspiros?
No tema, pues, el alma esposa de Cristo, solicitada por anhelos de oración, no tema, decimos, sufrir de aridez al borde de esas aguas maravillosas de la Liturgia, susurrantes a veces como el riachuelo, rugientes otras como el torrente y desbordadoras en ocasiones como el mar; acérquese y beba en ese regato cristalino y puro, que salta hasta la vida eterna; porque ese agua mana en las fuentes mismas del Salvador y el Espíritu divino la fecunda con su virtud para que sirva de dulzura y alivio al ciervo sediento. Tampoco se asuste el alma, absorta en los encantos de la contemplación, del resplandor y armonía de la oración litúrgica. ¿No es ella también un instrumento melodioso bajo la pulsación del Espíritu Santo que la anima? ¿Y por qué no ha de percibir también el habla divina, lo mismo que el Salmista que es el órgano de toda verdadera oración, aceptado por Dios y por la Iglesia? Pues ¿por ventura no recurre a su arpa cuando quiere despertar en su corazón la llama sagrada, y exclama: Mi corazón está presto, oh Señor, mi corazón está presto; cantaré, pues, y entonaré salmos. ¡Despiértate, gloria mia, despiértate, arpa mia! De madrugada me levantaré; te cantaré. Señor, ante los pueblos; entonaré salmos en presencia de las naciones, porque tu misericordia es más grande que los cielos y tu verdad está más alta que las nubes? Otras veces, transportado sobre el mundo sensible, entra en los dominios del Señor y se abandona a una santa embriaguez. Y para calmar el ardor que le devora, prorrumpe en el sagrado Epitalamio: Mi corazón, dice, ha soñado un poema sublime; al Rey mismo quiero dedicar mis cantos; complaciéndose en expresar la belleza del Esposo vencedor y la gracia de la Esposa. De esta suerte, la oración litúrgica es para el hombre contemplativo tanto principio, como resultado de las visitas del Señor.
EL PAN DE TODOS. — Pero es ante todo divina, por ser al mismo tiempo la leche de los niños y el pan de los fuertes; semejante al maná milagroso del desierto, sabe a cada cual según su propio paladar. Aun los que no se cuentan entre los hijos de Dios, admiran a veces esa propiedad particular suya, y confiesan que sólo la Iglesia católica conoce los misterios de la oración; pues, si los protestantes carecen de escritores ascéticos, es precisamente porque no tienen oración litúrgica. No hay duda que, siendo el Sacramento de la Eucaristía el centro de la religión, la carencia del mismo bastaría para explicar la falta absoluta de unción en todas las producciones de la Reforma; porque la Liturgia está de tal manera unida a la Eucaristía, de la que es gloriosa aureola, que si las Horas canónicas cesaron y era lógico que cesasen al suprimirse el dogma de la presencia real.
LA MANIFESTACIÓN DE CRISTO.— Así pues, Jesucristo es, no sólo el medio sino el objeto de la Liturgia, y por esta razón, el Año litúrgico, que nos proponemos explicar en esta obra, no es más que la manifestación de Jesucristo y de sus misterios en la Iglesia y en el alma flel. Es el Ciclo sagrado donde las obras divinas brillan como en su propio centro: los siete días de la Creación; la Pascua y Pentecostés del antiguo pueblo escogido; la inefable Encarnación del Verbo, su Sacrificio, su Victoria; la bajada del Espíritu Santo; la sagrada Eucaristía; las glorias inenarrables de la Madre de Dios, siempre Virgen; el esplendor de los Angeles; los méritos y triunfos de los Santos: se puede decir, por tanto, que tiene su punto de partida en la Ley de los Patriarcas, su progreso en la Ley escrita, su consumación siempre en aumento bajo la Ley de Amor, hasta que ya del todo perfecto, se pierde en la eternidad, del mismo modo que la Ley escrita cesó por sí misma el día en que la potencia invencible de la Sangre del Cordero desgarró en dos partes el velo del templo.
¡Ojalá nos fuera dado poder expresar dignamente las santas maravillas de este místico calendario, del cual no es el otro sino un símbolo y humilde marco! ¡Qué felices nos sentiríamos en poder hacer comprender la inmensa gloria que con la conmemoración anual de todas estas maravillas, se le tributa a la Santísima Trinidad, al Salvador, a María, a los Espíritus bienaventurados y a los santos! Si la Iglesia renueva todos los años su juventud como el águila, es porque mediante el Año litúrgico, recibe la visita de su Esposo en la medida de sus necesidades. Todos los años le vuelve a ver niño en el establo, ayunando en la montaña, sacrificándose en la Cruz, resucitando del sepulcro, fundando su Iglesia e instituyendo los Sacramentos, subiendo a la diestra de su Padre, enviando a los hombres el Espíritu Santo; y las gracias de estos sagrados misterios se renuevan también en ella, de manera que el jardín de la Iglesia, fecundado según sus necesidades, envía continuamente al Esposo el delicioso aroma de sus perfumes, bajo el soplo del Aquilón y del austro. Todos los años el Espíritu divino toma posesión de su Amada y la comunica luz y amor; todos los años saca un aumento de vida, del influjo maternal que la Virgen Santísima ejerce sobre ella en los días de sus gozos, de sus dolores y de sus glorias; finalmente, las brillantes constelaciones formadas en radiante variedad por los Espíritus de los nueve coros y por los Santos en sus diversos órdenes de Apóstoles, Mártires, Confesores y Vírgenes, derraman anualmente sobre ella socorros poderosos e inenarrables consuelos.
Ahora bien, lo que el Año litúrgico obra en la Iglesia en general, lo realiza también en el alma de todo fiel atento a recoger en sí el don divino. Esta sucesión de místicas estaciones proporciona al cristiano los medios de esa vida sobrenatural, sin la cual toda otra vida no es sino una muerte más o menos disfrazada; y hay almas de tal manera enamoradas de esta corriente divina que circula por el ciclo católico, que hasta llegan a sentir físicamente sus cambios, de suerte que la vida sobrenatural parece absorver a la natural y al calendario de los astrónomos.
¡Ojalá, pues, los lectores católicos de esta obra se vean libres de esa tibieza de la fe, de ese letargo del amor, que casi han borrado las huellas del Año litúrgico, que en otros tiempos fué y siempre debe ser alegría de los pueblos, luz de los sabios y libro de los humildes!
OBJETO DE LA OBRA. — Esperamos que de todo lo dicho el lector sacará en consecuencia que no es nuestro propósito hacer aquí gala de recursos para trazar un sistema, hacer oratoria, filosofía o cualquier otra cosa bella a propósito de los misterios del Año eclesiástico. Una sola finalidad es la nuestra y por su consecución rogamos a Dios humildemente: la de servir de intérpretes a la Santa Iglesia, la de poner a los fieles en condición de poder seguirla en su oración durante cada estación mística, y aun cada día y cada hora. No quiera Dios que por un sólo momento nos atrevamos a equiparar nuestros pensamientos pasajeros a los que Nuestro Señor Jesucristo, que es la divina Sabiduría, inspira por medio de su Espíritu a la que es su amada Esposa: Procuraremos con el mayor cuidado captar las intenciones del Espíritu Santo en las diversas fases del Año litúrgico, moviéndonos a ello con el estudio atento de los más venerables monumentos de la oración pública y con las inspiraciones de los Santos Padres y de los intérpretes antiguos y aprobados; de suerte, que con ayuda de estos auxilios, podamos ofrecer a los fieles la medula de la oración de la Iglesia y, a ser posible, unir a la utilidad práctica esa dulce variedad que consuela y recrea al mismo tiempo.
No descuidaremos en esta obra el culto de los Santos, porque es una de las grandes necesidades de todos los tiempos, pero sobre todo de los modernos. La devoción a la adorable persona del Salvador ha surgido entre nosotros con nuevo vigor; el culto de la Santísima Virgen crece y se propaga; si vuelve a renacer también la confianza en los Santos, entonces desaparecerán las huellas de esa desviación de la piedad, que por el influjo sordo del Jansenismo, inficionaba la vida espiritual de los franceses. Mas como en esto hay que procurar no extralimitarse, pocas veces trataremos de Santos que no traiga el Calendario romano.
A pesar de todo, no extraeremos nuestras fórmulas únicamente de la Liturgia romana, aunque ésta constituya la base del Año litúrgico; en nuestro tesoro de oraciones recogeremos también el eco de las liturgias Ambrosiana, Galicana, Gótica o Mozárabe, Griega, Armenia, Siria, etc; porque contribuirán sin duda a que la voz de la Iglesia se perciba más plena y armoniosamente. La Edad Media produjo en las Iglesias occidentales dentro del género litúrgico, secuencias de una belleza extraordinaria; uno de nuestros primeros cuidados consistirá en iniciar a los fieles que nos lean, en la inteligencia de esas purísimas fuentes de ternura y de vida.
En cuanto al sistema que hemos de seguir en cada uno de los volúmenes de este Año litúrgico, dependerá del género especial de las materias que en él se traten. Dejaremos para nuestras INSTITUCIONES todo lo concerniente a la parte puramente científica de la Liturgia, limitándonos aquí a los detalles necesarios para iniciar a los fieles en las miras de ia Santa Iglesia, dentro de cada una de las estaciones místicas del año. Presentaremos las sagradas fórmulas, explicadas y adaptadas al uso de los fieles por medio de una glosa, en la que trataremos de evitar los inconvenientes de una fría traducción, y también la pesadez de una paráfrasis sobrecargada e insípida.
Como, según hemos dicho, nuestra finalidad es ofrecer a los fieles la parte más substanciosa y nutritiva de la Liturgia, en la elección de las piezas nos hemos dejado guiar por este criterio, dejando a un lado todo lo que no lleva directamente a ese fin. Sobre todo hay que tener en cuenta esta observación tratándose de los trozos sacados de los libros litúrgicos de la Iglesia griega. Es admirable la riqueza y piedad que encierra esta Liturgia cuando se la saborea sólo en extractos; pero no se hace atractiva cuando se la lee en sus propias fuentes. Abunda en repeticiones que producen hastío, desvirtuándose su unción en repeticiones interminables. Así pues, en esta mies demasiado abundosa solamente hemos procurado espigar y recoger la flor.
Nos referimos sobre todo a las Menees y a la Antología de la Iglesia griega. Las piezas litúrgicas de las demás Iglesias orientales están generalmente compuestas con más gusto y sobriedad.
DIVISIÓN DEL CICLO. — La primera parte del Año Litúrgico ha de contener la explicación del culto divino, desde el Adviento hasta la Purificación. En la segunda se tratará de la Liturgia desde la Purificación hasta la Semana Santa. La tercera tendrá por objeto el Tiempo Pascual. La cuarta contendrá en primer lugar las fiestas de la Santísima Trinidad, Corpus Christi y Sagrado Corazón de Jesús y además irá dedicada al Tiempo después de Pentecostés. Este conjunto, cuyo plan está trazado por la misma Santa Iglesia, desarrolla el drama más sublime que puede ofrecerse a la contemplación de los hombres. La intervención de Dios en la salvación y santificación de los hombres, la conciliación de la justicia con la misericordia, las humillaciones, dolores y glorias del Hombre-Dios, la venida y las operaciones del Espíritu Santo en la humanidad y en el alma fiel, la misión y la acción de la Iglesia; todo se desarrolla aquí de la manera más emocionante y viva; todo llega a su debido tiempo por ¡a sublime sucesión de los aniversarios. Han transcurrido dieciocho siglos desde que se realizó un hecho divino; en la Liturgia se renueva su aniversario y el sentimiento de lo que Dios obró hace ya tantos siglos vuelve a renacer en el pueblo cristiano. ¿Qué inteligencia humana habría podido concebir un plan semejante?
¡Cuán endebles aparecen al lado de nuestras realidades imperecederas, esos hombres temerarios y superficiales que creen en el fracaso del cristianismo, que se atreven a considerarlo como una antigualla y ni siquiera sospechan hasta qué punto permanece vivo e inmortal entre los cristianos por medio de su Año litúrgico! Porque ¿qué otra cosa es la Liturgia, sino una continua afirmación, una solemne adhesión a los hechos que ya se realizaron en otro tiempo, y cuya eficacia es indestructible, porque desde entonces se renueva su memoria todos los años? ¿Es que no poseemos nuestros escritos apostólicos, nuestras Actas de los Mártires, nuestros antiguos decretos de los Concilios, nuestros escritos de los Santos Padres y nuestros monumentos, cuya serie llega hasta el origen y nos proporcionan el más explícito testimonio sobre la tradición de nuestras fiestas? El Año litúrgico sólo tiene su plena vida y desarrollo dentro de la Iglesia católica, pero las sectas separadas ya sea por el cisma ya por la herejía le acreditan también por los vestigios que conservan y gracias a los cuales subsisten todavía aunque con vida precaria.
ACTUALIDAD DE LOS MISTERIOS. — Pero, si la Liturgia nos conmueve todos los años, presentando ante nuestros ojos la renovación altamente dramática de todo cuanto se operó en favor de la redención humana y del contacto del hombre con Dios, hay algo más admirable, y es que esta renovación anual no quita nada al vigor y espontaneidad de nuestras emociones cuando se trata de comenzar de nuevo el Año litúrgico, cuyas etapas acabamos de señalar. El Adviento se halla siempre impregnado de cierta ansiedad dulce y misteriosa; Navidad nos subyuga siempre por las incomparables alegrías del Nacimiento del Niño Dios; con idéntica emoción penetramos en la melancólica Septuagésima; en Cuaresma caemos de hinojos ante la justicia divina y nuestro corazón se siente entonces invadido por una saludable compunción que se diría no habíamos percibido el año anterior. ¿No es verdad que la Pasión del Señor, seguida día por día y hora por hora, nos parece siempre nueva? ¿Los resplandores de la Resurrección no traen a nuestro corazón un gozo que hasta entonces nunca habíamos experimentado? La Ascensión triunfante ¿no despliega ante nuestra vista panoramas de la economía de la Redención que ni siquiera habíamos soñado? Y cuando en Pentecostés desciende el Espíritu Santo ¿no es cierto que sentimos renovada su presencia y que en ese día y en ese momento son superadas las emociones del año anterior? ¿Por ventura la fiesta del Santísimo Sacramento, que tan radiante y evocadora se nos acerca todos los años, encuentra nuestros corazones insensibles al don inefable que Jesús nos hizo la víspera de su Pasión? ¿Más bien no nos sentimos como nuevamente posesores de este inagotable misterio? Cuantas veces conmemoramos las fiestas de María, se nos revelan aspectos inesperados de sus grandezas, y cuando nuestros santos preferidos nos vuelven a visitar durante el Año, nos parecen más hermosos, atrayentes o aleccionadores: los comprendemos mejor y sentimos más vivamente los lazos que nos unen a ellos.
PODER SANTIFICADOR DE LOS MISTERIOS. — Este poder vivificante del Año litúrgico sobre el que, finalmente, queremos insistir, es un misterio del Espíritu Santo, que fecunda sin cesar la obra que El inspiró a la Santa Iglesia, con el fin de santificar el tiempo asignado a los hombres para hacernos dignos de Dios. Admiremos también esa sublime economía, ese tacto con que va poniendo las verdades de la fe al alcance de nuestra inteligencia y desarrollando en nosotros la vida de la gracia. Todos los artículos de la doctrina cristiana quedan, no solamente enunciados en el curso del Año litúrgico, sino también inculcados con la autoridad y la unción que Ella ha sabido poner en su lenguaje y en sus ritos tan expresivos. De esta manera la fe de los ñeles se esclarece año tras año, se forma en ellos el sentido teológico y la oración los lleva al conocimiento. Los misterios continúan siendo misterios; pero sus destellos se hacen tan deslumbrantes, que el alma y el corazón quedan extasiados llegando a concebir tal conocimiento de las alegrías que nos proporcionará la vista eterna de estas divinas bellezas, que aun a través de la nube, nos producen un encanto semejante.
Y ¿qué fuente de progreso no será para el alma cristiana el ver aparecer, cada vez más luminoso, el objeto de su fe y la esperanza de la salvación, como algo impuesto por el espectáculo de tantas maravillas como la bondad de Dios obra en favor del hombre, cuando el amor se inflame en él bajo el soplo del Espíritu divino, que ha hecho de la Liturgia algo así como el centro de sus operaciones en las almas? La formación de Cristo en nosotros, ¿no es sencillamente el resultado de la comunión con sus distintos misterios, gozosos, dolorosos y gloriosos? Ahora bien, estos misterios llegan a nosotros, se nos incorporan anualmente, por medio de la gracia especial que lleva consigo su celebración en la Liturgia, fbrmándose insensiblemente el hombre nuevo sobre las ruinas del viejo. Y si tenemos la obligación de estimular la imitación del divino modelo por un acercamiento a aquellos miembros de la familia humana que mejor lo han realizado en sí, ¿no es cierto que encontramos entonces la enseñanza práctica y el estímulo en el ejemplo de nuestros queridos santos que esmaltan el Año litúrgico? Mirándoles, llegamos a conocer el camino que conduce a Cristo, a si como el mismo Cristo nos muestra en sí mismo, el camino que conduce al Padre. Pero María es quien resplandece sobre todos los Santos, ofreciéndonos en sí misma como Espejo de justicia, en el que se refleja toda la santidad de que es capaz una criatura humana.
LA POESÍA SAGRADA. — Finalmente, el Año litúrgico, cuyo plan acabamos de esbozar, nos iniciará en la poesía más sublime que se puede dar aquí abajo. Por su medio conseguiremos no sólo entender los cánticos divinos de David y de los Profetas que constituyen el fondo de la alabanza litúrgica, sino que el Año, a través de su curso, no cesará de sugerir a la Santa Iglesia los cantos más bellos, más profundos y más dignos de su objeto. De cuando en cuando oiremos a las diversas razas humanas, reunidas por la fe en una sola, volcar toda su admiración y amor con acentos en que la más perfecta armonía de ideas y sentimientos va unida a la más rica variedad en el genio y la expresión. De nuestra colección apartamos, como es natural, ciertas composiciones modernas, imitadoras con frecuencia de una literatura profana y que por no haber recibido la bendición de la Iglesia no están destinadas a sobrevivir; recogemos, sí, las producciones del genio litúrgico de todos los tiempos: en la Iglesia latina, desde Sedulio y Prudencio hasta Adán de San Víctor y sus imitadores: en la Iglesia oriental, desde S. Efrén hasta los últimos himnógrafos católicos de la Iglesia bizantina. No faltará poesía ni en las oraciones compuestas en simple prosa con cadencia, ni en las que presentan un ritmo regular. Se la encuentra por todas partes, lo mismo en la Liturgia que en las Escrituras inspiradas, ya que sólo ella sabe estar a la altura de lo que se trata de expresar; de esta suerte la colección de monumentos de la oración pública es también el más rico depósito de la poesía cristiana, que canta en la tierra los misterios del cielo y nos prepara para los cánticos de la eternidad. Permítasenos, para terminar esta introducción general, recordar a nuestros lectores que, en un trabajo de esta naturaleza, la obra del autor se halla supeditada completamente al influjo del Espíritu divino, que sopla donde El quiere, y no al hombre a quien toca a lo sumo el plantar y regarPor eso nos atrevemos a suiJlicar a los hijos de la Santa Iglesia que se interesan por la vuelta a las tradiciones antiguas de oración, que nos ayuden con sus oraciones ante Dios, para que nuestra indignidad no sea un obstáculo a la obra que tomamos entre manos, y cuyo peso sentimos tan superior a nuestras fuerzas.
Sólo nos queda declarar que sometemos nuestra obra, tanto en su fondo como en su forma, al juicio soberano e infalible de la Santa Iglesia Romana, la única que guarda con los secretos de la Oración, las palabras de vida eterna.